Hace unas semanas, el profesor Higinio Marín contaba que en la antigua Grecia había una palabra para el que no podía tomar la palabra en público: idiota. No era tanto el que tiene una tara psicológica, sino una tara política. El que no tiene nada que decir o, todavía peor, el que cuando habla lo hace sin voz propia, como parte de un coro. En la sociedad contemporánea tenemos ese riesgo: una opresiva domesticación mediática de las opiniones. Opiniones dominantes que van a convertir el mundo en una monocromía. Es el ambiente que describen palabras como «corrección política», «cultura woke» o «política identitaria». Corrientes que, como afirmaba monseñor Horacio Gómez, obispo de Los Ángeles, en la presentación del Congreso Católicos y Vida Pública (que se celebra estos días y que precisamente tratará este tema), son una suerte de pseudoreligiones que han venido a rivalizar y querer reemplazar las creencias cristianas tradicionales. Se trata de corrientes que pueden hacer inhóspito el espacio público porque lo niegan de raíz. Niegan todo tipo de vínculo más allá de compartir un color de piel o una posición en la sociedad.
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