Con razón la religión que da culto a la Palabra hecha carne muestra su sorprendente novedad en la elocuencia de las palabras que utiliza, en el vocabulario de la fe. Prueba de esta originalidad la da José María Sánchez Galera, en su estupendo La edad de las nueces: los niños en el imperio romano (Ediciones Encuentro), donde nos recuerda que la ternura apareció como aporte original del cristianismo en la literatura, con aires nuevos y una atención emocional a la infancia, a los desvalidos.
Tiene la ternura un protagonismo precioso en la propuesta cristiana del matrimonio. María Álvarez de las Asturias y Lucía Martínez Alcalde la subrayan en Más que juntos: cómo disfrutar del matrimonio desde el sí quiero (Ediciones Palabra). Lo hacen además en el capítulo dedicado a las relaciones matrimoniales, aspecto que suele ser motivo de incomprensiones y distancias. Ternura se contrapone a brusquedad. La ternura no son solo caricias: son modos de decir, es un tono de voz, es bloquear cualquier gesto brusco fruto de nuestra impaciencia, cansancio, susceptibilidad… Acuden a san Juan Pablo II, que afirmaba que la esencia de la ternura consiste en una tendencia a hacer suyos los estados del alma de otro. Esta tendencia se manifiesta en el exterior, porque se siente la necesidad de señalar al otro yo, que uno se toma en serio lo que el otro está viviendo.
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