“Se impone una evangelización que ilumine los nuevos modos de relación con Dios, con los otros y con el espacio, y que suscite los valores fundamentales. Es necesario llegar allí donde se gestan los nuevos relatos y paradigmas, alcanzar con la Palabra de Jesús los núcleos más profundos del alma
de las ciudades. No hay que olvidar que la ciudad es un ámbito multicultural. En las grandes urbes puede observarse un entramado en el que grupos de personas comparten las mismas formas de soñar la vida y similares imaginarios y se constituyen en nuevos sectores humanos, en territorios culturales, en ciudades invisibles”.
Así se
pronuncia el Papa Francisco en el punto 74 de la exhortación apostólica Evangelii Gaudium. ¿Estamos ante un
lamento por la ausencia de los católicos donde se originan los relatos?
¿Nostalgia de un tiempo en el que la religión católica florecía en todas
partes, en la cultura, las artes, la economía, la política? ¿Es esa ausencia un
acto premeditado de borrar a Dios de la esfera pública? ¿Una incapacidad de los
católicos por no poder mostrar nuestra pertenencia en nuestras expresiones culturales?
¿Una inseguridad existencial, un miedo profundo, que nos hace construir muros
que impiden un verdadero diálogo, para el que estamos llamados?
Es cierto que se constata, desde
una mirada apresurada, un abandono de Dios en los temas tratados por el arte,
quizá en términos cuantitativos en relación a otras épocas, pero eso no
significa que Dios no esté presente, porque el sentido religioso es mucho más
profundo y grande que una idea de Dios “bien acotada y aseada”, que es la
que a veces buscamos para hacer el análisis de Su Presencia. Pero en las
palabras de Francisco no leemos un lamento nostálgico, sino un llamamiento a la
unidad de vida y a descubrir en la cultura las huellas de una experiencia
cristiana. A lo que parece invitar Francisco es a no levantar muros en el
diálogo, sino a buscar y a encontrar al otro, para poder afirmar que ese otro
es un bien para mí, y deseo que participe del bien que he podido saborear en el
encuentro con Cristo.
Según una visión pesimista,
miedosa, podría parecer que en el arte se perciben las obras de temática
religiosa como brotes de invierno, asombrosos supervivientes bajo un pesado
manto de nieve. Si obedecemos al título de este Congreso, estamos invitados a
agudizar la mirada, a profundizar la búsqueda. Así, podemos constatar que en la
creación artística contemporánea (en todas sus vertientes) sí podemos encontrar
huellas del hecho religioso, nostalgia de un deseo natural del hombre. Lo
explicaba maravillosamente Marko Iván Rupnik, en una entrevista realizada antes
de su participación en una anterior edición de este Congreso: “Cuando he
llevado a mis estudiantes a una galería de arte contemporáneo, algunos se han
reído delante de ciertas obras y les he llamado la atención por esta actitud.
Yo soy sacerdote, confieso, y no me río del penitente nunca. ¿Cómo podéis
reíros delante de aquello que muestra la verdad de vuestros contemporáneos?
Ninguna confesión es bella, porque el pecado es feo. El arte contemporáneo es
sagrado porque es una traducción directa del corazón humano. Deberíamos
preguntarnos qué ha sucedido para que el hombre haya llegado a este punto. El
único sacramento que no funciona en nuestra Iglesia es la confesión, pero toda
la humanidad se está confesando” (RODRÍGUEZ
VELASCO, M. y VELASCO QUINTANA, P.H. “Entrevista con Marko Iván Rupnik”. Revista
Debate Actual. Nº13. Madrid: CEU Ediciones, 2008.)
En la presente comunicación,
partimos de esta intuición para proponer una lectura de algunos poetas
contemporáneos, indagando en sus obras las huellas de la experiencia cristiana.
Hemos elegido la poesía porque
creemos que es un ámbito donde el creador se muestra verdaderamente libre de
ataduras mercantilistas que puedan provocar una autocensura. Es en la poesía,
por sus rasgos muy específicos de apertura y profundidad, donde mejor se hace
real la cita de Rupnik.
Y nos hemos decantado por poetas
de la segunda mitad del siglo XX y los comienzos del XXI para subrayar que la
pregunta por Dios en el hombre es de plena actualidad.
Entre esas huellas hemos
planteado las siguientes: la sed de infinito en el corazón de todo hombre; el
don de agradecimiento como forma existencial; la muerte como pregunta; la
herida del hombre que le hace consciente de su miseria; y la mirada hacia Dios
como posibilidad de un Tú.
Sed de infinito en el corazón
La constatación en el hombre de
que las cosas de este mundo no satisfacen plenamente supone en él un anhelo de
infinito. La insatisfacción nos conduce constantemente a la búsqueda de más,
intuyendo que en este mundo no podemos encontrar lo que nos llena enteramente. Esta
experiencia nos conduce por un lado a poder argumentar que en el hombre hay una
serie de actividades que trascienden lo material, y que en consecuencia, sólo
se pueden explicar por la existencia de un principio espiritual que llamamos
alma. Y como tal nos suscita la pregunta sobre el origen de estas actividades
espirituales del hombre que no pueden transmitirse por generación.
Ejemplo de esta sed de infinito y
de la pregunta que suscita la encontramos en el poema “Posible final del
recorrido”, de Michel Houellebecq:
Una rápida mañana de sol,
y quiero lograr mi muerte.
Leo un esfuerzo en sus ojos:
¡Dios, qué insípido es el hombre!
Nunca se está lo bastante sereno
como para soportar los días de otoño.
¡Dios, qué monótona es la vida,
qué lejos están los horizontes!
Una mañana de invierno, dulcemente,
lejos de la morada de los hombres;
deseo de un sueño, absolutamente,
de un recuerdo que nada pueda borrar.
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